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EL ABRAZO

Miguel Velasco Lazcano

 

Al fin, te marchas. Mañana por la tarde te acompañaré a la estación y te irás. Yo quizá sólo diga, como siempre, lo necesario y nada más. No te besaré en la frente ni te daré la bendición. Conociéndote, tú levantarás la mano despidiéndote, y subirás al camión. Siempre nos hemos querido, pero siempre así, de lejos.

Te pedí que abrieras este libro, que te obsequio con afecto, hasta instalarte en tu nueva casa. Sé que no lo harás, porque te habrá parecido extraño que te regalara algo, pero sí, estoy seguro que apreciarás su conocimiento de anatomía como sabes mirar en lo común lo extraordinario. Ayer recordé cuando nos íbamos por las tardes al parque; tal vez no lo recuerdes, pero, de golpe, anoche lo vi con imágenes muy claras, sintiendo el abrazo que me dabas echándoteme encima porque Clementina te perseguía. Eso fue hace tanto.

También metí en tu maleta el disco de Javier Solís, el que tiene la canción, Échame a mí la culpa ¿Eso sí lo recuerdas, verdad? ¿Cuántas veces me ayudaste a cantarla? ¿Treinta, cuarenta? Cuida esa voz, ésa con la que me gritaste alguna vez lo duro que soy y con la misma que ayer me dijiste suavemente: “Te escribiré”. ¿Ya sabes cómo usar el mail que te abrí? Pues no lo sé, pero espero hacerlo pronto; en realidad eso de la tecnología no me inspira ganas de aprenderlo y bueno, el consultorio me quita muchas horas y el hospital otras tantas, tú lo sabes, así que ahora dedicaré los domingos para aprender a usar la computadora. Mientras tanto te escribiré por correo postal, a la antigüita. No olvides responderme, sabes que el teléfono me choca y quiero enterarme cómo te va.

Verás, sobre lo de que alguna vez me gritaste, no es reproche, no a ti. Lo escribí porque con ello descubrí tu pasión, esa personalidad sagaz que te distingue. Sobre el distanciamiento físico, pues así me pasó a mí y a pesar de saber cuántas fibras sensibles hay en la piel humana, lo que genera químicamente un abrazo en el cerebro, como sensaciones placenteras y de seguridad, es una herencia que nos condena; pero tú podrás cambiarla, confío en ello, porque esta tarde cuando lleguemos a la estación, a pesar de mis ganas no sé si me saldrá la muestra física de cariño que pretendo te revele mis ganas acumuladas por tantos años sin abrazarte. Lo haré de cualquier manera, pero no sé si ese abrazo, el libro y el disco sean demasiado y te mande un mensaje equivocado. No estoy triste, en lo absoluto, simplemente me he puesto nostálgico, arrepentido de haber perdido el tiempo en mostrarte mi amor con señales que pudieron entenderse equivocadas comparadas con un abrazo o un beso. Lo sé claramente, no te vas a la guerra y Boston queda a unas horas en avión; además, ¿A quién le dan una beca como la tuya? A muy pocos, a muy pocos.

Jamás pienses que me quedo solo; no lo estoy. Tengo a mis pacientes, a Amanda que siempre está al pendiente de mí y sus hijos que aunque me desesperan, también me hacen reír con sus bobadas. Así que no te obsesiones llamando, porque además de ser costoso no te voy a contestar más de lo necesario. No me mal interpretes, pero será bueno acostumbrarnos a esta otra distancia.

Sabes que mi estado de salud me impedirá visitarte, así que ya planearemos con calma tus viajes a León: navidad, pascua talvez. Cuando vengas, iremos al panteón a la tumba de tu madre. Ella se sentiría muy orgullosa, igual que yo.

Y si no vuelves, Santiago, tampoco te mortifiques. La vida la tenemos que entender tú y yo aún más que los otros, porque nosotros somos ciencia, somos hombres que debemos ser ajenos al dolor, incluso al propio, pues de otra manera no podríamos hacer nuestra labor. Si yo volví a León después de estudiar medicina, fue porque no tenía otra opción, pero tú, hijo, tú tienes muchas más capacidades que yo, tu talento es superior al mío y aquí no hay nadie, salvo este viejo médico que no necesita que lo cuides, sino que lo ames como él te ama a pesar de que nunca te lo demostró, de que nunca te abrazó y de que ha sido duro y distante.

Cuando tu madre murió, hace catorce años, mi vida fue otra. Entonces los parques se hicieron panteones; las calles de mi querido León, recuerdos y los muros de esta casa, la prisión de un desacuerdo con Dios mismo, porque si mi vida era salvar la de otros, no entendía sus razones por las que me arrebató a tu madre. Por eso entregué mi vida a la medicina, para no permitirle que me volviera a arrebatar a nadie. No dejaría que volviera a suceder y si debía pasar todo el día conociendo sus secretos en cada plancha del hospital lo haría, y si debía ser yo quien experimentara con la vida de otros para aprender a salvar la de muchos, lo hice, ateo, sin remordimientos, pues la vida de un hombre, de un doctor sin vida como me dejó llevándose a tu madre, es la de un ser capaz de superar sus desafíos sin temor. Por ello me disculpo contigo, hijo, fui muy obcecado en esa competencia, olvidando por años abonar en tu alma mi amor. Jamás volteé a mirarte como una opción y gané, claro que muchas veces le gané, arrebatándole a Dios las vidas que se quiso llevar, pero también perdí mi capacidad de amarte, de abrazarte y darte un beso como lo hacía cuando te llevaba al parque. No fue Dios quien se llevó a nadie, fui yo quien te apartó con mi obstinación.

Ahora te vas, te has ido ya, y con tu partida mi nuevo oponente se llama tiempo. Un competidor muy cruel que ataca a la mala, por la espalda, luego de esperar agazapado por uno ante el espejo, donde salta feroz. ¿Y sabes, Santiago? No competiré con él, como no debí creer nunca el absurdo de que Dios compite con los hombres. Dios es generoso y él me dejó tras la muerte de tu madre la medicina. Esta pasión hermosa con la que te he visto desvelarte hasta la madrugada en los libros de inmunología o de anatomía, ésa que te lleva a estudiar becado en una prestigiada universidad en el extranjero, la pasión de tu sangre que es la mía y que debe comprender la composición de la vida biológica sí, pero también las necesidades de la vida espiritual, del afecto, porque tras la vida demandante del hospital debe existir la vida de un hombre ordinario, con tiempo para los amigos, para el futbol o para enamorarse como lo hice yo de tu madre en la facultad.

Me da horror pensar en tus capacidades, Santiago. Con pena miro mis enseñanzas y le pido al tiempo haberte demostrado en el abrazo que te acabo de dar antes de subirte al camión, largo y con todas las fuerzas que me quedan, el inmenso amor que te tengo, porque encima de la medicina, encima de la consulta y de los pacientes, estás tú, hijo, tú por encima de todo ello. Aunque nunca lo entendí a tiempo ni supe demostrártelo.

Así que vete, al fin vuela, llega tan alto como sé que lo harás, y recuerda con cariño a este viejo médico, a este hombre que a la distancia te siente en lo más hondo de su corazón, donde vive infinitamente el niño del parque y el gran doctor que amo.

velasco_lazcano@hotmail.com

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