Nombrar candidato a la gubernatura por el PRI a Rodrigo Medina es un suicidio político, una carambola de tres bandas, y un duro golpe a la de por sí maltrecha cultura democrática en la entidad.
Suicidio político porque Medina arranca con un porcentaje bajísimo de preferencias electorales (menos del cinco por ciento), frente a ocho, diez y doce de los Benjamines, las Marcelas o las Cristinas, y por si fuera poco, un inmejorable veintitantos por ciento en posesión de Abel Guerra, quien hoy amanece como la víctima principal de esta trama.
Desde luego que Guerra tendrá derecho a hacer honor a su apellido, por la afrenta recibida, o bien deponer las armas para ocasión más propicia y aceptar  como en el pasado, una posible consolación, como sería el caso de la candidatura a Monterrey.
¿Qué pasará con el grueso del priismo, quien más allá de resolver su acomodo en una candidatura-puesto de tres años (al que mejor le vaya), irá asimilando el golpe, así se acerque el nubarrón del 5 de julio? Y más aún, cuando la crema y nata de lo que queda de los gabinetes de Martínez Domínguez, Jorge Treviño, Sócrates Rizzo, Benjamín Clariond, y del mismo Natividad González, amén de legisladores y equipos afines, sufran en carne propia la exclusión a la que con toda certeza serán sujetos en el nuevo gobierno panista. Esto huele a traición partidista, y generará, lamentablemente, perturbaciones, resentimientos, ánimos vengativos y eventuales escisiones.
No queda claro por qué el gobernador quiso cerrarle el espacio al priista mejor posicionado, pues más allá del tradicional dedazo, la afrenta personal, o la propensión por el delfinato, pan de todos los días en muchas épocas y latitudes, hay de formas a formas, de soluciones a soluciones, al menos para taparle el ojo al macho; lo inexplicable es por qué no le abrió el camino al segundo, o al tercero, o a los que realistamente pudieran estar en posibilidades de ganar en una contienda que, antes de, se vislumbrada cerrada, pero que ahora el panista Fernando Elizondo recorrerá en caballo de hacienda, frente a un penco recién destetado.
¿O alguien en sus cabales piensa que Medina (el Golden Boy) podrá escalar, para ganar, alrededor de cuarenta puntos de preferencias, cuando en un año de secretario de gobierno no le alcanzó para llegar ni a cinco? Como alguien decía por ahí: “este muchacho es más boy que golden”.
Carambola de tres bandas, porque parecería entonces que el gobernador, factor no único, pero principalísimo en esta decisión, tocó baranda en una mesa extra partidaria y negoció la gubernatura con personeros de otras órbitas, para deshacerse de Abel, cuidarse sus espaldas y asegurarse su futuro, a saber: el afamado despacho Santos-Elizondo (referencia recurrente, según la imaginería de la prensa y la clase política, por designar gobernadores y beneficiarse a sus anchas por ello con laudos favorables en un litigio tras otro; casualmente sede del hermano de González Parás y fundado precisamente por el papá de Fernando Elizondo), quien una vez más no habría tenido empacho en entregar a uno de los suyos la gubernatura.
Y es un agravio a la cultura política de la entidad porque con decisiones como ésta, que aparentemente compete a un partido en específico, se vulnera la vida interna de un partido, de por sí desacreditado como casi todos, y se impone en el referente colectivo de los nuevoleoneses de que en política todo es autoritarismo, traición, cochinero, o arreglo “en lo oscurito”. Lástima, esperábamos más de un actor político que, concentrando el liderazgo priista los últimos seis años, ha dado la estocada final a sus partidarios (y de rebote al resto de la población), en beneficio de unos cuantos particulares.

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