Andrés Huerta (1933-2001) fue poseedor de una gracia imaginativa y de un lenguaje fresco lozano, vivísimo, que lo hizo un agradecido con el mundo. Dejó constancia de su paso por la poesía con la publicación de diez títulos: Difícil transito (1967), Poemas (1969), Elegía a la vida de Pedro Garfias y otros poemas (1970), Tambores de la fiesta (1976), Avivando el fuego (1981) Entre apagados muros (1983), Estoy de paso (1989) Como borrar tu imagen (1996) y Llorar a solas (1999); en 1991, la UANL publicó una antología de sus poemas titulada Afuera llueve el polvo, preparada por Minerva Margarita
Villarreal; y en 1993, el gobierno del estado de Nuevo León editó Poesía (1967-1989).
Y con la creación de uno de los primeros espacios bohemios de Monterrey, “La fonda de Andrés”, donde además de abrir los micrófonos a las voces y las palabras de los escritores del estado y de la región, llegaron figuras de la talla de Pilar Rioja, Nacha Guevara; Manuel Buendía, Amaury Pérez, Emilio Carballido y Vicente Leñero, entre otros.
Habría que destacar no la importancia del lugar que don Andrés ocupó, sino el lugar que nos hizo ocupar. Su poesía que para algunos eludía muchas cosas, nos permitió vernos aludidos en otras tantas.
Don Andrés siempre fue fiel a la palabra, al decir, a la invocación de la libertad (la libertad en la conciencia y en el corazón); platique muchas veces con él sobre Pedro Garfias, sobre Cuba, sobre su pueblo querido, Doctor Arroyo, sobre su madre, sobre una antología que quería hacer sólo con sus amigos. “Don Andrés –le decía yo, pero si todos son sus amigos”. “Bueno -me contestaba- entonces será una antología amplia”.
Huerta se empeñaba en mantener viva la tradición literaria del estado que algunos niegan. Siempre estaba escribiendo su próximo libro; se caracterizó por adentrarse en el discurso amoroso de una manera simple, sin preocuparse demasiado por depurar el lenguaje, convirtiendo a sus poemas en cartas íntimas para el lector.
Don Andrés supo vivir, sabía que el destino estaba al alcance de la mano, siempre llevaba en la bolsa izquierda de su camisa blanca una pequeña cámara fotográfica, y repartía las fotos que les tomaba a todos, es decir, a la gente que quería. Era un niño que nos contaba lo que sentía; insistía en vivir y no se cansaba, por eso me extraña que no siga aquí con nosotros.
NOCHES DE HOSPITAL
Voy bajando la voz
como si no tuviera palabras
todo se hace a la luz y a la sombra
Escalofriante noche de hospital
el olor la pisada suave y el oxígeno
el llanto que no es de nadie sino mío
Ya no hay la ventura de un cuerpo desnudo
que reviente entre la noche
ya no hay madrugada ni río
Voy bajando la voz
ya no tengo palabras
“Cuénteme su vida -le decía; y me contestaba: “de mi vida hace tanto tiempo de mi vida hace toda la vida”. Aunque él sabía que estaba de paso, hoy lo leo, hoy canto una canción para acordarme de él, una canción de despedida.
Canto Derramado. Andrés Huerta. (Antología, selección y prólogo de Armando Alanís Pulido.) Mantis editores, Conarte (colección árido reino), 2003, 105 p.
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