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Érase una vez un tiempo —y parece muy lejano ya— en el que existía una figura respetada: la persona culta. Él —solía ser “el”, pero con el tiempo pasó a ser cada vez más “ella”— recibía una educación que difería poco de un país a otro —me refiero por supuesto a Europa— pero que era muy distinta a lo que conocemos hoy. William Hazlitt, nuestro gran ensayista, fue a una escuela a finales del siglo XVIII cuyo plan de estudios era cuatro veces más completo que el de una escuela equiparable de ahora: una amalgama de los principios básicos de la lengua, el derecho, el arte, la religión y las matemáticas. Se daba por sentado que esta educación, ya de por sí densa y profunda, sólo era una faceta del desarrollo personal, ya que los estudiantes tenían la obligación de leer, y así lo hacían.

Este tipo de educación, la educación humanista, está desapareciendo. Cada vez más los gobiernos —entre ellos el británico— animan a los ciudadanos a adquirir conocimientos profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad moderna la educación entendida como el desarrollo integral de la persona.

La educación de antaño habría contemplado la literatura e historia griega y latina, y la Biblia, como la base para todo lo demás. Él —o ella— leía a los clásicos de su propio país, tal vez a uno o dos de Asia, y a los más conocidos escritores de otros países europeos: a Goethe, a Shakespeare, a Cervantes, a los grandes rusos, a Rousseau.

Una persona culta de Argentina se reunía con alguien similar de España, uno de San Petersburgo se reunía con su homólogo en Noruega, un viajero de Francia pasaba tiempo con otro de Gran Bretaña y se comprendían, compartían una cultura, podían referirse a los mismos libros, obras de teatro, poemas, cuadros, que formaban un entramado de referencias e informaciones que eran como la historia compartida de lo mejor que la mente había pensado, dicho y escrito. Eso ya no existe.

El griego y el latín están desapareciendo. En muchos países, la Biblia y la religión ya no se estudian. A una chica que conozco la llevaron a París para ampliar sus miras —que le hacía falta— y aunque destacaba en sus estudios, confesó que nunca había oído hablar de católicos y protestantes, que no sabía nada de la historia del Cristianismo ni de cualquier otra religión. La llevaron a oír misa a Nôtre Dame, le dijeron que esta ceremonia era desde hace siglos base de la cultura europea, y que debería por lo menos saber de ello, y ella lo presenció todo obedientemente, tal y como presenciaría una ceremonia de té japonesa, y luego preguntó: “¿Entonces, estas personas son una especie de caníbales?”. En todo esto ha quedado lo que parece perdurable.

Hay un nuevo tipo de persona culta, que pasa por el colegio y la universidad durante 20, 25 años, que sabe todo sobre una materia —la informática, el derecho, la economía, la política— pero que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga preguntar: “Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?” o “¿Qué fue la revolución Francesa?”. Hasta hace 50 años a alguien así se le habría considerado bárbaro. Haber recibido una educación sin nada de la antigua base humanística: imposible. Llamarse culto sin un fondo de lectura: imposible.

Durante siglos se respetaron y se apreciaron la lectura, los libros, la cultura literaria. La lectura era —y sigue siendo en lo que llamamos el Tercer Mundo—, una especie de educación paralela, que todo el mundo poseía o aspiraba a poseer. Les leían a las monjas y monjes en sus conventos y monasterios, a los aristócratas durante la comida, a las mujeres en los telares o mientras hacían costura, y la gente humilde, aunque sólo dispusiera de una Biblia, respetaba a los que leían.

En Gran Bretaña, hasta hace poco, los sindicatos y movimientos obreros luchaban por tener bibliotecas, y quizá el mejor ejemplo del omnipresente amor a la lectura es el de los trabajadores de las fábricas de tabaco y cigarros de Cuba, cuyos sindicatos exigían que se les leyera a los trabajadores mientras realizaban su labor. Los mismos trabajadores escogían los textos, e incluían la política y la historia, las novelas y la poesía. Uno de sus libros favoritos era El Conde de Montecristo. Un grupo de trabajadores escribió a Dumas pidiendo permiso para emplear el nombre de su héroe en uno de los cigarros.

Tal vez no haga falta insistir en esta idea, pero sí creo que no hemos comprendido todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizá en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar.

Podemos hacernos una idea de la rapidez con la cual las culturas son capaces de cambiar, observando cómo cambian los idiomas. El inglés que se habla en Estados Unidos o en las Antillas no es el inglés de Inglaterra. El español no es el mismo en Argentina o en España. El portugués de Brasil no es el portugués de Portugal. El italiano, el español, el francés surgieron del latín, pero no en miles sino en cientos de años. Hace muy poco tiempo que desapareció el mundo romano, dejando tras de sí el legado de nuestras lenguas.

Representa una pequeña ironía de la situación actual, que gran parte de la crítica a la cultura antigua se hiciera en nombre del elitismo; sin embargo, lo que ocurre es que en todas partes existen cotos, pequeños grupos de lectores de antaño, y resulta fácil imaginar a uno de los nuevos bárbaros entrando por casualidad en una biblioteca de las de antes, con toda su riqueza y variedad, y dándose cuenta de pronto de todo lo que se ha perdido, de todo lo que —él o ella— ha sido privado.

Así pues, ¿qué va a pasar ahora en este mundo de cambios tumultuosos? Creo que todos nos estamos abrochando los cinturones y preparándonos.

Escribí lo que acabo de leer, antes de los acontecimientos del 11 de septiembre. Nos espera una guerra, parece ser que una guerra larga, que por su misma naturaleza no puede tener un final fácil.

Sin embargo, todos sabemos que los enemigos intercambian algo más que balas e insultos. En España quizá sepan esto mejor que nadie. Cuando me siento pesimista por la situación del mundo, a menudo pienso en aquella época, aquí en España, a principios de la Edad Media, en Córdoba, en Granada, en Toledo, en otras ciudades del sur, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían en armonía; poetas, músicos, escritores, sabios, todos juntos, admirándose los unos a los otros, ayudándose mutuamente. Duró tres siglos. Esta maravillosa cultura duró tres siglos. ¿Se va visto algo parecido en el mundo? Lo que ha sido puede volver a ser.

Creo que la persona culta del futuro tendrá una base mucho más amplia de lo que podemos imaginar ahora.

Palabras leídas por la autora hace 7 años, al recibir el Premio Príncipe de Asturias 2001.

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