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Soneto de abandono
Las “dejadas”, confusas y perdidas,
perdidas y llorosas y olvidadas,
olvidadas del mundo y mal queridas,
malqueridas y en celo, deshonradas.
Deshonradas, insomnes, resentidas,
resentidas, rabiosas y humilladas,
humilladas por todos y dolidas,
dolidas de dolor, desesperadas.
Desesperadas curan sus heridas,
heridas que no cierran, descarnadas,
descarnadas, sin fe y escarnecidas.
Escarnecidas, ¡ay!, y abandonadas,
abandonadas cruzan por la vida,
vida sin ilusión de las “dejadas”.
T. C. R.
Ya nadie la recuerda. Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero, fue registrada como N. N. y como nunca reclamaron su cuerpo, acabó pudriéndose en la fosa común. Pero sí tenía nombre. Esto no es la Crónica de una muerte anunciada, uno de los pocos buenos libros del hedonista universo garcíamarquiano en su versión femenina, ni tampoco es aquella niña que “dicen que murió de frío” pero “murió de amor”, personaje principal de aquel cursi poema de Martí. Ni siquiera fue la musa inspiradora de algún poeta enloquecido. Siempre quiso ser alguien pero jamás pudo realizar sus anhelos. “Ella que nunca fue ella”, como dice una magnífica canción de una excelente letrista pero pésima cantante, Gloria Trevi.
Esta mujer que les platico sí fue real, y murió de rabia, impotencia, miedo, dolor, desesperación, soledad, desamor… Aún con todos sus derechos legalmente ganados, su feminidad, su ternura, sus secretos, su pasión, su belleza interior y con su trascendente poder como prolongadora eterna de nuestra especie. Xóchitl, creo que así se llamaba, llegó a Monterrey cargando el cruel rechazo de su pueblo natal, allá en Oaxaca, después de que murió su madre, tan sólo por ser hija de extranjero y tener la piel blanca. Casi la apedrean el día que se vio forzada a abandonar a aquella gente miserable y escrupulosa.
Es inconcebible que en nuestra “aldea global” todavía no hayamos podido superar esas viejas costumbres ancestrales que se remontan a la época tribal de la humanidad. Le era muy difícil adaptarse a la prisa citadina, pero le resultó muy fácil aprender a vender su cuerpo para sobrevivir. Y así vivió hasta que la caprichosa fortuna le jugó una mala pasada. Dicen que aquella noche varios “malandros” intentaron abusar de ella y como opuso resistencia la golpearon hasta dejarla inconsciente, después de saciar sus instintos la dejaron allí, abandonada, tirada en medio de la noche. Y “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
No, creo que se llamaba Estela y era maestra, a pesar de ser una mujer preparada tenía un esposo energúmeno que la golpeaba siempre y la trataba como basura, humillándola, agrediéndola, insultándola, prácticamente vivía como esclava, enclaustrada en su propio hogar y pobre de ella si se atrevía a mirar a un hombre a los ojos. Desde que eran novios él la trataba así y ella pensó, equivocadamente, que las cosas cambiarían con el tiempo, pero no fue así, por el contrario, la neurosis del esposo se fue acentuando cada vez más. Seguro le causaría mucho daño si alguna vez le insinuaba que requería un tratamiento psiquiátrico.
Una causa importante de su angustiante vida era ese maldito machismo que no hemos podido erradicar de nuestras familias aun con el estruendoso clamor de las feministas, que parece nunca concretarse en la solución de la grave violencia intrafamiliar que padecemos desde hace mucho tiempo. Aquella noche iban en la camioneta y al violento marido le dio un ataque de furia por celos infundados, por más que ella le insistió que había ido a visitar a su madre enferma. Le desgarró la ropa y en un intento por salvarse de aquella manaza que amenazaba con asfixiarla, pateó la portezuela, ésta se abrió y cayó irremediablemente al vacío. “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Al parecer se llamaba Remigia, llegó de la Huasteca potosina para servir como “muchacha” en una casa elegante de una colonia de ricachones. Su humildad y timidez de india no le restaban mérito a su inteligencia y capacidad para aprender los más extravagantes menesteres que le solicitaba la exigente patrona. Era hacendosa, trabajadora y servicial, virtudes mal entendidas de la mujer mexicana. Era un “estuche de monerías” que muy pronto se ganó la confianza de los demás sirvientes, no así de la dueña de la casa, que siempre le encontraba un defecto a todo lo que hacía, aunque pusiera en ello todo su esmero. Una noche, el libidinoso patrón entró al pequeño cuarto de servicio y mancilló aquel cuerpo que nadie había tocado y entonces empezó su calvario al tener que soportar a aquel viejo asqueroso cada vez que se le antojaba saciarse con ella y seguramente la patrona no le creería y la despediría de inmediato.
A los pocos meses quedó embarazada y aquella encopetada señora, al darse cuenta, de todas maneras terminó corriéndola. Nadie quiso darle trabajo y entre tantas penurias perdió al hijo que esperaba. Con el paso del tiempo acabó prostituida en el conocido barrio de “La Coyotera” y su desesperación y su terrible soledad la hicieron sucumbir. “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Ángela, dicen que ése era su nombre, decidió ofrendar su vida por la de sus hermanos cuando dijo sí a aquel juramento que hizo a su madre cuando estaba en su lecho de muerte. Dejó de estudiar y se puso a trabajar con ahínco para sacar adelante a sus seis hermanos, cuyas edades oscilaban entre los seis y los quince años. Consciente de la responsabilidad que ello implicaba, decidió cargar con esa pesada cruz a cuestas, sacrificó el amor, su futuro, y la posibilidad de convertirse en una brillante enfermera como siempre lo había deseado.
Pasó el tiempo, los muchachos fueron construyendo su propia vida y poco a poco se iban alejando de ella, cada vez la visitaban menos y entonces tomó la fatal decisión de refugiarse en el alcohol para olvidar sus pesares y cuando alguno de sus parientes le llamaba la atención argüía que tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera con su vida, que al cabo no había servido para nada. Los reclamos se volvieron cotidianos y aunque sus hermanos trataban de ayudarla moral y económicamente acabó por alejarlos de manera definitiva. Triste, solitaria y abandonada se volvió una ebria consuetudinaria, perdió la casa y todo lo que tenía por causa del vicio. Vivía en un “tecurucho” miserable en la más completa miseria. Una noche, desesperada, salió medio vestida a conseguir más alcohol y un infarto al corazón acabó con su tristísima vida. “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Se llamaba Patricia y era la esposa de un narcotraficante, llevaba una vida opulenta y desenfadada a sabiendas del riesgo que corría por ser quien era y despertaba siempre la envidia de sus amigas, quienes ignoraban que su amasada fortuna estaba asentada en la perversión de la juventud. Casa amplia y hermosa, coche de lujo, vestidos caros, tarjetas de crédito, dinero interminable. El “misterioso” negocio de su esposo, siempre lejos o lleno de “guaruras”, prosperaba a pasos agigantados y ella se sentía feliz. Hijos para qué, era mejor conservar su sensual figura, además su marido tampoco deseaba tenerlos. Aunque regularmente estaba sola, era exageradamente vigilada por varios agentes que su esposo había contratado para ello.
Cuando estaba aburrida solía dar rienda suelta a sus frivolidades, se iba de compras o llamaba a alguna de sus amigas para ir al club deportivo, jugar canasta o irse a tomar una copita al antro de moda y al otro día curarse la “cruda” en un lujoso “spa”. Un día algo salió mal en el negocio del esposo y aun con la vigilancia extrema, la superficial mujer desapareció sin dejar rastro. El se fue también de aquel barrio rico y jamás volvió. Ella “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Sí, creo que se llamaba Eduviges, esa fea costumbre de endilgar el nombre de los ancestros a las nuevas generaciones. No le gustaba para nada y por eso decidió que su “nombre de batalla” sería Sheila. Prostituta de profesión, hacía suspirar a los más viejos y era la delicia de los jóvenes cuando mostraba su arte en el manejo del “tubo”. Hacía las posturas más inverosímiles mientras se despojaba paulatinamente de su deslumbrante vestimenta y cuando volaba, completamente desnuda, apenas sujeta de aquella estaca de acero brillante, el clamor y los ojos desorbitados por la lujuria no se hacían esperar. Se consideraba una mujer genuina, sin antifaces, que había decidido ir por el camino gozando de la vida. Su indomable juventud no le permitía atisbar que el camino de la prostitución acaba pronto y de la manera más inesperada.
A pesar de que dejaba una gota de sangre en cada nuevo amor, se sabía divina, se sentía feliz y tenía el don de hacer felices a los hombres a través del goce carnal. Tomaba poco y fumaba menos, pues tenía el firme propósito de alejarse de aquella vida trashumante y poner un “negocito”, un restaurante en el que le daría trabajo a todas sus amigas “prostis” para sacarlas de esa “perra” vida, antes de que los excesos acabaran con ellas. El día que su “padrote” descubrió que estaba guardando dinero en otra parte la obligó a entregárselo, la golpeó hasta saciarse y cuando vio que no reaccionaba, salió huyendo como el más vil de los cobardes. Ella, aún con todos sus sueños “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Alina, ¿sería ella?, cambió, de manera un tanto consciente, su intelectualidad por la adicción a la droga. Gustaba de acudir a las tertulias literarias, presentaciones de libros y cuanto evento cultural se le atravesara en el camino. Era linda y graciosa y su carácter afable la hacía ganar amigos fácilmente, además los versos que escribía eran tan convincentes y bien estructurados que por lo común, el sentido metafórico que utilizaba era elogiado por los coordinadores de los talleres literarios en los que le encantaba participar. No supo cómo ni cuándo pero de pronto se vio a sí misma en una imagen fumando un cigarrillo de marihuana. Le había gustado la experiencia de “volar” a otras dimensiones y exacerbar su inspiración.
Al principio todo iba bien pero muy pronto se volvió adicta y aquella primera droga le resultó insuficiente. Era rica y el dinero no le importaba. Entonces se volvió cocainómana y comenzó a perder la noción de la realidad. Sus padres viajaban siempre alrededor del mundo y jamás se preocuparon por ella. Empezó a hacer cosas extrañas, escribía incoherencias y le daba por subirse a los tejados de las casas antiguas. Muchas veces se metió en líos con la policía, pero su dinero siempre la sacaba de apuros. Comenzó a extraviarse y de pronto aparecía en lugares extraños como un cementerio, las faldas de un cerro, los basureros, orinada o llena de excremento. Una de esas noches aciagas una sobredosis acabó con su vida y “Amaneció muerta en la calle una fría mañana de principios de enero...”
Tomás Corona Rodríguez
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