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En algún lugar de Tampico, una joven mujer tiene el libro Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, que compré en el tianguis de libros de la Lagunilla un sábado. Ella era algo así como mi grupi.

En un departamento del centro del DF, un gran amigo tiene varios libros que dejé olvidados luego de que tras ocho meses de hambre y desempleo chilangos regresé a Monterrey a la boda de un vecino. A los dos días me ofrecieron trabajo en mi propia ciudad y regresé sin más. El amigo defeño era como mi hermano.

He dejado libros en casas de amigos, de amigas, de compañeros de escuelas, en oficinas donde me aburría y alguna de tantas salidas a la hora de comida terminaron siendo fugas.

He dejado libros en tabledances, en cantinas, en taxis, en autobuses –cómo extraño ese de Billie Holliday que dejé rumbo a Saltillo-, hasta en capillas.
Mis amigos no esperan que deje un día de éstos un libro en una banca de parque así como así, nomás por buena fe. Pensarán que ceder buena lectura a propósito, nunca. Dirán: es un payaso, no esperes ni siquiera que se anime a fingir el olvido de un libro de Sade afuera de una escuela secundaria. Sería divertido, claro, pero no me tienen en ese concepto.

Sin embargo, estoy dispuesto a hablar de literatura todo lo que quieran. Venga, que ya he trabajado varios meses en una librería y no fue nada cómodo tener que especializarme en libros motivacionales porque “son los que se venden y mantienen este changarro”. Si no me creen busquen trabajo en Porrúa.

El caso es que he decidido dedicar estas líneas y la atención de ustedes, estimados lectores, a los libros –los buenos libros, los malos es mejor olvidarlos- que hemos dejado olvidados por allí, pero de los cuales recordamos algunas partes emocionantes, tristes y pensamos: carajo, por qué diablos lo tuve que soltar… “son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas” (Serrat).

Ah, maldita sea, extraño demasiado mi libro de Heinrich Böll.

lvaldezmty@gmail.com

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