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A BORDO DEL ENCANTO
Odette Alonso

Y dale alegría, alegría a mi corazón
es lo único que te pido al menos hoy...
Fito

Qué mejor manera de celebrar el cumpleaños que con una lectura de poesía, pensé cuando se la propuse a Bertha de la Maza para Voces en Tinta, esa bonita librería, cafetería, foro cultural que ha puesto mi amiga en la Zona Rosa. Qué mejor forma que honrando a la literatura, que es la fuente de buena parte de mis placeres. Así que el viernes 22, en la víspera, nos juntamos en aquel “sitio en que tan bien se está” (al decir de Eliseo). La velada fue mucho más que compartir los versos con Minerva Salado y el auditorio: hubo preguntas, pláticas y hasta, al final, karaoke.
Una de aquellas inquietudes indagó acerca de la función del arte en tiempos de crisis. Esos tiempos han sido toda la vida: desde que tengo recuerdo, las noticias sostienen que vivimos en crisis. Una se sobrepone a la otra y, a su vez, preludia la siguiente y rememora a la anterior. En cada latitud o longitud, en cada pueblo de las islas o el continente, en cada familia conocida. “La vida es un estadio de crisis”, dijo Minerva. El salvoconducto a la superación, agregó Jacqueline, porque sólo ellas nos instan a “salir adelante”, a cambiar las circunstancias que agobian o limitan.
Si alguna misión tienen el arte y la literatura, en cualquier condición o tiempo, es ampliar los horizontes de la imaginación. Ni siquiera el libro mismo, o la obra de arte, tendrían importancia intrínseca por encima del viaje mental que puedan provocarle al lector: esa otra historia que cada leyente inventa, los rasgos que le otorga a los personajes, los lazos afectivos de identificación —o rechazo— que se producen.
Una amiga me confesó respecto de mi Espejo de tres cuerpos: “Hace un tiempo yo fui Ángeles”… No dijo “fui como Ángeles” sino “fui Ángeles”; las dos fundidas en un mismo y corpóreo recipiente. Algo así sentí con el Caín de Saramago. Mi imaginación viajaba junto al hijo de Eva por aquellos páramos de polvo y cardos, por las paradisiacas locaciones de pasto verdecido y sombra bondadosa. Quise ser ese Caín proscrito, errante, sin puerto fijo, testigo excepcional de presentes y presentes superpuestos, colindantes. Allí, en las tierras de Nod, en las estancias del palacio de Lilith, yo misma un tanto acainada escribiría:

LILITH

Su piel morena
brillante de sudor
es el principio de todos los caminos.
Me cabalga esa potra
me pone en el ombligo su perla reluciente
la hunde con el dedo
suelta la carcajada.
Estalla el aposento en mil haces de luz.
Ella recoge la túnica del suelo
traspasa los umbrales
se pierde entre mis ojos.

Esa posibilidad de simbiosis es el encanto de la literatura. Vivir la historia o incluso reinventarla; ser el personaje, la personaja; sentir en propia piel lo que el autor describe o lo que imaginamos a partir de su palabra. Por eso no me gusta la profusión de adjetivos ni las descripciones pormenorizadas: quien lee debe tener suficiente libertad para redibujar a su gusto y su acomodo. Sólo así la advertencia llegará hasta el punto exacto en que alumbre la llama, en que restalle el trueno. No es tan importante el mensaje que preestablezca el autor, como el individualísimo que cada lector reinterprete.
Lamenté que el final apresurado de Saramago, escrito sin placer, como quien se hubiera aburrido de su propia historia y quisiera salir del paso aunque dejara cabos sueltos, me robara la maravilla que el principio perfilara. Pero sólo unos días después Ana Clavel me regresó el encanto con El dibujante de sombras (Alfaguara, 2009). Qué esmerado cuidado del lenguaje, qué sobriedad de estilo, qué elegancia… Cada vez la frase exacta, como esculpida con una gubia finita sobre piedra dúctil y lustrosa.
Cundió en mí la magia de la literatura. Fue así como el narrador de Ana, tan racionalista y aparentemente parco, me lanzó el hechizo del encantamiento. Y no importó que fuera leyendo en el metro de ruidosos vendedores o en ese parquecito de la Juárez donde me gusta sentarme algunos viernes, a la vera nada menos que de Jordano Bruno con todo y capucha: ya estaba en la Europa del Siglo de las Luces, en medio de parajes inimaginables si no fuera porque Ana los armaba ante mis ojos como aquellas miniaturas de la cámara oscura del maese Calabria, cuyos secretos le enseñó al pequeño Giotto.
Por sus ojos —¡por los míos!— me adentré en el laberinto del corazón y el de los sueños de Giotto de Winterthur y Johann Kaspar Lavater. Me sigo cuestionando quién de ellos fue la luz y quién la oscuridad; cuál fuego redime y cuál consume… Víctima del encantamiento de la palabras bien dicha, de la mano firme que traza sin aspaviento esos paisajes, temblé, como Giotto, ante la rosa abierta y húmeda entre las piernas de la doncella Hilde —que muy doncella no era—, con la sombra doble y el duplicado placer de las gemelas Huber, con la luz argentada de la luna en los viñedos, en la piel azulosa de las muchachas.
Pero especialmente con el último grabado, el que dejó plasmado sobre el cuero el amor eterno de Clara Hubert: una boca balbuceante, un ojo ciego y perturbador, un haz de luz y sombras que, siendo el centro mismo del universo en eclosión, Lavater confunde con el óculo del Maligno, con la entrada del infierno. ¡Qué dos cosas tan cercanas y semejantes! Tanto como esos tesoros que sólo pueden resplandecer en las tinieblas, que al exponerlos a la luz se carbonizan.
Qué mejor manera de celebrar un cumpleaños que entre ese tesoro que son amigos, pensaba la tarde del sábado mientras repartía abrazos, cervezas y cocteles. Y reía, corriendo de la sala a la cocina y viceversa, sin imaginar siquiera que la maravilla regresaría en la voz de Neiffe Peña y la guitarra de Manolito Mulet quienes, con la generosidad de los buenos amigos, nos regalaron un recital privado de boleros, tonadas venezolanas, canciones mexicanas, cubanas, latinoamericanas.
“El arte nos recuerda que somos seres humanos y no bestias”, dijo Minerva el viernes en Voces en Tinta. La felicidad, que ha andado tan cuentachiles últimamente, tacañona ella, también vino a decirnos que los que una vez fuimos felices juntos, lo seguiremos siendo. Que siempre habrá un viernes de poesía y un sábado de música que nos refrenden la magia, que nos recuerden quiénes somos: este clan de adictos al arte.
Soy una mujer afortunada, me repito mientras repaso los acontecimientos del fin de semana: poemas y canciones; buena comida, buena bebida y mejor compañía; libros, bombones y licores; llamadas telefónicas y mensajes; alegrías reales y virtuales (que son tan reales siempre). Al momento en que esto escribo, sigo, como cantara Silvio hace mil años, “a bordo del encanto, soñando el porvenir”.

http://parquedelajedrez.blogspot.com/

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