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CENTINELA
Ileana Cepeda

Aparcada en el coche recordaba cada momento que surgió antes de estar ahí, se detenía la cara esperando. Volteaba a cada momento hacia el interior de la puerta en gris que le ayudará a encontrarlo. De pronto, comenzó el monologo que pronunciaba como si estuviese escuchándola, pensaba en el reclamo, en discutirlo, pero a la vez sabía que estaba sola. Esa catarsis sería terapéutica para el mal humor que la había entretenido varios días antes de volver ahí.
-Te esperaba un miércoles, un bello miércoles nublado, frío y con la lluvia acariciándome el cabello. Manejé esperando encontrarte, pero me encontré con un estacionamiento lleno di varias vueltas hasta que san Benito encontró un espacio justo enfrente donde te encontraría. Mis manos temblaban de emoción y creo que sudaba a la misma temperatura fría que sentía en el aire. Aparcada frente a ti, resolví entrar y quise hacerlo lentamente. De pronto sentí la misma sensación de otras veces; que alguien me veía desde lejos a una distancia donde pueden ver mis movimientos y mis gestos, los dedos de mis manos y la rapidez con que los muevo cuando estoy nerviosa. Salí del carro colocando mi pie izquierdo en la banqueta, voltee a ver a mi espectador imaginario y le di una sonrisa de fotografía, incluso alcancé a escuchar el sonido de la cámara que no se veía nada cerca.
Entré inquieta y pregunté por ti. Me respondieron preguntando mi nombre y lo mencioné de inmediato.  Volvió diciendo   -no está, podrá venir el viernes- mi inquietud  se volvió molestia y fue detectada inmediatamente. -El viernes podrá pasar de nuevo- insistió aquel hombre de cabello largo y rojizo. Siguió hablándome y tratándolo de disculparlo; mientras yo me distraje viendo la combinación de su cara y su cabello, observaba como tenía la marca en su cabello, que le dejó el sombrero que se acaba de quitar. Sólo alcancé a escuchar el final de las disculpas: el tiempo ha retrasado su llegada. -Ni hablar- le respondí. Resignada abrí el coche que me llevaría de regreso con las manos vacías y la mueca de desilusión.
El cambio de fecha había trastocado el discurso que tenía preparado para contestar, sabía lo que tenía que decir, tenía sus diálogos aprendidos y de pronto se vio en la necesidad de improvisar los comentarios, ademanes y gestos. El escenario del teatro cotidiano que le acogía había sido cambiado drásticamente sin que  ella hubiera tenido la oportunidad de prepararse. De camino en el coche, alejada de los paisajes urbanos que no dejan de sorprenderla cada día conducía distraída. Dos días después y de regreso al mismo lugar comenzaba el soliloquio nuevamente.
Llevo días pensando en ti. Idealizándote. Imaginándote. Hablando de ti. Hablando contigo. En momentos la ansiedad de tu llegada, salía de mí sin darme cuenta. Mira que es crueldad lo que me has hecho, has llegado tarde y me has dejado esperándote dos días, quisiera haberme quedado en la puerta desde aquel miércoles que me retrasaron tu venida, haberme tendido en el piso frete a la puerta gris que te guardaba. Dormirme entre cartones y periódico, exponerme sufriente ante ti, ante mis ojos que querían tocarte y debían esperar.
La agonía terminaba y nuevamente se encontraba frente a la puerta acero donde se encontrarían. Estacionarse había sido más sencillo y la facilidad en la llegada no le dio la oportunidad de inquietarse. Los signos que acompañan las constantes lecturas que ella realiza sobre cualquier movimiento, en los números y los sucesos que la rodean; se habían quedado inmóviles ante la rapidez con que  todo había ocurrido esta vez.
Fue tan rápido que de pronto ya estaba dentro. No fue necesario mi nombre, inmediatamente, el cabello rojo sin sombrero te trajo a mí, te incorporaste en mi cuerpo e hiciste juego inmediatamente con mi espíritu. Me vi al espejo con una sonrisa extendida y dolorosa que permitió la salida de dos palabras: eres mío. La imagen en el espejo se congeló por unos minutos hasta que fui desprendida bruscamente de ella. Cuando nuevamente me alejaron de ti. Te llevaron de mí, me alejé, contigo dentro de una caja blanca, donde habitaba tu figura mi cadalso; la cual apenas si tocaban mis manos y delicadamente rozaban tu leve silueta.

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