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SENSACIONES DE AGONÍA (IV)
Tomás Corona Rodríguez

Mario nunca sabría el porqué. Para esas cosas no hay explicación, sólo la infalible muerte, acompasada a veces por una horrorosa tortura, es la única regla. Él no era rico, apenas tenía la solvencia suficiente para irla pasando y vivir, digamos, cómodamente. Su sueldo de ingeniero ajustaba bien para pagar los recibos de los servicios, las colegiaturas de la universidad donde estudiaban sus hijos, por cierto cada vez más caras aunque se tratara de una institución oficial; viajar a una playa una vez al año, comer, vestirse, darle mantenimiento a los dos coches que tenían… Pero aquella tarde sucedió lo inesperado. Mario era de esas personas incrédulas que piensan que la maldad humana puede erradicarse, --somos más los buenos que los malos, decía, cuando alguien empezaba a hablar del narcotráfico, de la violencia, de los asaltos, de los secuestros, de la inestabilidad familiar… --y muy pronto acabaremos con ese lastre social, van a ver. Aquella plomiza tarde de noviembre, bajo una pertinaz lluvia, Mario salió de su trabajo, como de costumbre. Olvidó su paraguas en la oficina, a sus 48 años acabó por convertirse en un hombre precavido ante la necia insistencia de su mujer. Además, aún con su cargo de ingeniero, en esa empresa no tenía derecho a enfermarse porque su puesto era peleado por un montón de ingenieros jóvenes que venían empujando fuerte a los más viejos, no para apoyarlos, sino para quitarlos de en medio. Mario volvió a salir, paraguas en mano, el edificio estaba casi vacío y la calle semidesierta. Cuando se dirigía hacia su coche, cuatro poderosos brazos lo sujetaron fuertemente por la espalda, le doblaron un brazo hasta hacerlo gritar de dolor, y prácticamente lo llevaron en rastra y lo empujaron con violencia hacia el interior de aquel auto viejo. Allí dentro estaba otro sujeto que Mario no pudo ver por el aturdimiento, sintió un fuerte golpe en la cabeza, como un martillazo, y se dobló inconsciente en aquel desvencijado asiento trasero del coche. Cuando despertó, había perdido la noción del tiempo, sentía que todo le daba vueltas. Tenía puesta en la cabeza una especie de capucha, los labios sellados con cinta plástica y fuertemente amarrado de pies y manos, en posición fetal. Quiso estirarse un poco pero no pudo, sus pies toparon con algo duro y metálico. Pronto se dio cuenta de que estaba en la cajuela de aquel coche viejo y su respiración comenzó a entrecortarse… Comenzó a cavilar: ¿qué había pasado?, ¿por qué se encontraba en aquel horrendo lugar?, ¿lo habían secuestrado por error?, ¿por qué no se escuchaba ningún ruido en aquella insoportable oscuridad?, ¿pedirían rescate por él?, ¿quién iba a pagarlo?, ¿lo extrañarían? A cada instante su respiración se hacía más agitada. Las horas y los días pasaban inmisericordes, gimió, pataleó, se orinó y defecó no sé cuantas veces, le dolía hasta el alma  y comenzó a divagar y a soñar que vivía en un mundo donde todos eran ricos y felices, donde los lastres sociales del pasado: narcotráfico, violencia, asaltos, secuestros, se habían extinguido para siempre…

 

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