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INSOMNIO Y SEMÁFORO
J. R. M. Ávila
Es difícil despertar sin ella cada madrugada. Nada hay que hacer a estas horas. No se me antoja ver programas de televisión que sólo tratan de venderte cosas que no sirven o que no puedes comprar. Si al menos ofrecieran algo que la regresara a casa, no dudaría en comprarlo, pero soy iluso, como siempre. Ella no vuelve nunca más.
El semáforo repite sus colores para nadie. Es un estorbo porque parece urdir el rojo sólo para cuando se acerca un conductor trasnochado. Muestra el verde para que transite la noche o el viento y parece solazarse en detener a los pocos autos que se acercan a él. Cuando la calle está más sola que yo, abandona el rojo y enciende el verde por mucho rato y, hasta que se aproxima un vehículo, parpadea el ámbar y muestra el rojo.
Sí, la calle está más sola que yo en este momento. A mí por lo menos me acompañan las fotos, la ropa, los aromas gastados de mi mujer. Cómo me gustaría no haber dejado pasar ninguna oportunidad para decirle otras palabras, buenas palabras, que no la hirieran. Pero qué se le va a hacer, ya no está ella. Es como lamentarme de no haberme bañado en un río, ahora que ya está seco.
Una camioneta llega al semáforo justo cuando ha advertido varias veces con el ámbar. Simplemente se detiene antes de que cambie a rojo. Es mucha camioneta para alguien que trabaje honradamente. No sabría decir cuál es su color. La luz no es tan fuerte como para distinguirlo. Viajan dos personas en ella. Eso sí lo puedo asegurar por sus siluetas. No han pasado diez segundos cuando se detiene un auto tras la camioneta. Se ve diminuto ante el armatoste detenido entre el semáforo y él. Es un auto amarillo y el modelo debe ser muy reciente y extranjero porque no lo reconozco. Va sólo una persona en él.
¿Cómo no hubo en mi interior un semáforo que indicara en rojo cada vez que me llenaba de enfado contra ella? Sé que es tonto, pero no puedo dejar de pensarlo. Será que así somos los viejos, lamentando más lo que dejamos de hacer que lo que hicimos. Si al menos estuviera aquí conmigo, acompañando mi insomnio, viendo ese semáforo que ahora se ha mudado inútilmente al verde porque el conductor de la camioneta no hace por avanzar y el del auto espera paciente, como si no le importara o estuviera dormido.
¿Qué esperan? Ni el de adelante arranca ni el de atrás reclama. Qué paciencia. Yo nunca la tuve. Ni cuando manejaba mi auto ni cuando discutíamos ella y yo ni cuando los hijos se acercaban a mí. No supe ser de otra manera. A estas alturas dudo que llegue a tener la paciencia que ella tenía para conmigo. Ni siquiera la paciencia de este conductor del auto amarillo que espera durante todo el verde, que ve sin inmutarse el parpadeo del ámbar y soporta el regreso del rojo. Eso sí que es ser paciente. Yo ya no quiero paciencia. Ya no la necesito. La hubiera querido para ella. Ahora para qué.
El conductor de la camioneta baja y camina lento hacia el auto. Se detiene frente al conductor y le arroja algo de papel, tal vez un volante, tal vez un billete, algo que no puedo distinguir con estos ojos. Si ella me acompañara ahora, sabría decirlo con certeza. Sus ojos vieron siempre mejor que los míos, y eran más bonitos además. El hombre afuera del auto explica al de adentro no sé qué tantas cosas y señala a su acompañante. Habla más con las manos que con la voz, pero ni así lo entiendo. Después camina hacia la camioneta, sube y arranca en rojo.
El del auto se queda detenido. Voltea a ver lo que el otro le ha arrojado. Mira la ruta que siguió la camioneta. El semáforo ha vuelto al verde y el conductor se le queda viendo como si no entendiera. Sólo cuando nota que tiene el pase del semáforo se preocupa por avanzar. Es evidente que cambia de ruta. Aunque llevaba la misma que la camioneta, da vuelta a la derecha, y avanza con cautela.
Me quedo aquí sin entender lo sucedido. No es la vejez la que me impide entenderlo. Me queda claro que el conductor de la camioneta no habló con el del auto en buenos términos. Eso es todo. Y por el desvío, parece que lo hubiera amenazado con algo o por algo. No importa qué haya sido. Pero no quisiera estar en su lugar. Prefiero el insomnio. Lo que no soporto es la ausencia de mi mujer, eterna.
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