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CRUCERO
Guillermo Berrones
La efímera vida de un crucero es un instante muerto. Un parpadeo de luz. Un destello de colores que cambia el destino o el rumbo del que espera seguir caminando y se encuentra intempestivamente con su propia fragilidad. Atravesar la calle es cruzar la delgada línea que divide a la fantasía de la vida del misterioso sentido de la ausencia. Y la muerte ronda las cuatro esquinas, como buscando encender los cirios del final, de la despedida inesperada que llega en el despliegue fortuito de un impacto, una tragedia que interrumpe la rutina desgastada de los días y las noches. Mucho tiene de cruz y estigma, de sentencia y punto final.
Durante el día una patrulla de tránsito del municipio de Guadalupe está aparcada bajo la sombra de un mezquite ruinoso. El agente es un cazador oculto bajo los espejos de sus Ray Ban. Pero de madrugada, mientras la oscuridad diseña siluetas lóbregas en el par de voceadores, que van de coche en coche ofreciendo los matutinos repletos de imágenes fatales, el crucero es una opción para sobrevivir.
Ella es joven antítesis del viejo que la acompaña y que debe ser su padre. Lo revela el fenotipo de sus facciones: la mirada inescrutable, acechante, esperando una mano que se extienda presurosa para recibir las noticias del día en esos pliegos que ahora cargan bajo el brazo; el rostro amoldado a la herencia dominante, con el mismo destello de sus muecas y ese cuerpo enjuto, entelerido, pero ágil para sortear en un minuto las luces de los faros que los alumbran. En el despertar del día ellos se mueren de hambre en el punto muerto de un crucero urbano.
Mandujano iba temprano por su carro: un tráiler cargado de muebles que le preparaban los macheteros desde la noche anterior. El calor siempre justifica beber un par de cervezas frías para que el cuerpo no se deshidrate. Había comprado un six. Les alegraría la mañana a los cargadores. Bajó del camión urbano que lo trajo desde su casa y con las cervezas bajo el brazo esperó que el semáforo cambiara su luz.
En la acera de enfrente los voceadores también esperaban que el rojo les permitiera vender otros tantos periódicos. Mandujano esperaba salir a carretera antes de las ocho de la mañana y ya casi eran las cinco y diez. Tras el mezquite donde estaciona diariamente su patrulla el agente de los lentes Ray Ban se mira iluminada la bodega donde se encuentra su tráiler. El sereno de la madrugada es vapor que abochorna y el aire se torna húmedo.
Mandujano está sobre la banqueta. El semáforo ha cambiado al ámbar. Dos autos se previenen y detienen su marcha. Una Toyota, tipo vagoneta acelera por el estrecho carril de su derecha. Las llantas del mismo lado trepan sobre la banqueta donde Mandujano espera con las cervezas que lleva a sus ayudantes.
No hubo frenamiento alguno. El cuerpo del trailero fue lanzado sin piedad hasta caer secamente en el pavimento. Los voceadores se abrazaron protegiéndose del espanto. La Toyota se perdió en las últimas sombras de la madrugada. De la nada apareció una sábana blanca que cubrió los despojos ensangrentados del que hace unos momentos esperaba viajar y una veladora competía con las luces de los coches.
Cuando llegaron los medios, de inmediato las cámaras enfocaron las latas de cerveza de Mandujano. La televisión transmitió en vivo la noticia de un trasnochado parrandero atropellado por un desconocido. Y los periodistas ya tenían listo el titular de sus vespertinos: “¡DESPEDAZADO! Ebrio se lanza al paso de los vehículos”.
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