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SALA DE ESPERA
Ileana Cepeda
Ella caminaba arrastrando los pies, acumulando todo a su paso. Cada recuerdo que se encontraba lo amontonaba en su andar. Cazadora de historias, compartía los momentos desagradables y los bellos los guardaba para ella.
En la sala de espera. Llegó antes de tiempo, cabello corto, cara abatida, las pecas le cubrían las facciones y los ojos le salían del rostro. Antes que nada le contó sus desgracias porque le ofendía su candidez.
Apocado no pudo defenderse de su felicidad y en menos de media hora, se sintió culpable de las desgracias ajenas. Las culpas se pasan como estafetas. A ella le tocó desahogarse y a él callarse. Le agradeció escucharla en la sala de espera, lo invitó a subir a su coche, lo llevó a la escuela y no volvieron a verse jamás.
Él aún se atormenta con la escena de los condominios Constitución, la cara de los renteros y la experiencia completa. Escuchar puede robarte la tranquilidad por siempre.
Recargó el cuerpo en la puerta antes de tocar. Demasiado pesada, tanto dolor acumulado y vencido en el trozo de madera podrida de tanta humedad. Lentamente dio vuelta al cerrojo. Entró con cautela, se acomodó la guayabera blanca y se sentó a esperar.
La sala vacía sonaba al eco de las pisadas del día anterior. Desesperado paseaba su mirada a lo largo y ancho de los límites del lugar. Su pecho se agitaba y sus manos tenían prisa.
La boca entreabierta no dejaba salir las palabras; el lenguaje no aparecía, sólo se dejaba entrever en las muecas del rostro apiñonado que denotaban ansiedad. Alto, melena larga y sucia, desorbitado, molesto.
La vio, se acercó al escritorio, se detuvo en la silla. Le acarició el cabello, le sonrió, le preguntó -qué es lo que más te gusta de mí. Ella se quedó en silencio y la ahorcó con sus manos olorosas a sebo.
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