APUNTES PARA UNA DECLARACIÓN DE FE
El mundo gime estéril como un hongo.
Es la hoja caduca y sin viento en otoño,
La uva pisoteada en el lagar del tiempo
pródiga en zumos agrios y letales.
Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,
esta nube exprimida y paralítica
y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.
La soledad trazó su paisaje de escombros.
La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.
Sin embargo, recuerdo...
En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
Era como un durazno o como una mejilla
y encerraba la dicha
como los labios encierran un beso.
Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba -eterno- frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola,
consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.
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Sobremesa
Después de la comida aún se quedan
en torno de la mesa. Y allí fuman
su cigarro los hombres; las mujeres
siguen una labor paciente, cuyo origen
apenas se recuerda. Un negro café humea
en tazas a menudo requeridas.
Alguien corta las páginas de un libro
o recoge las migas de pan entre sus dedos
y la de más allá cuenta los meses
de su preñez, a la otra que ha criado ya a los hijos.
Se demora en venir la que alza el mantel
y pone en sus dobleces una rama de espliego.
Para su plenitud este instante no quiere
más que ser y pasar.
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Revelación
Lo supe de repente:
hay otro.
Y desde entonces duermo sólo a medias
y ya casi no como.
No es posible vivir
con este rostro
que es el mío verdadero
y que aún no conozco.
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Una palmera
Señora de los vientos,
garza de la llanura,
cuando te meces canta
tu cintura.
Gesto de la oración
o preludio del vuelo,
en tu copa se vierten uno a uno
los cielos.
Desde el país oscuro de los hombres
he venido, a mirarte, de rodillas.
Alta, desnuda, única.
Poesía.
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Meditación en el umbral
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
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Rosario Castellanos
Nació en la Ciudad de México el 25 de mayo de 1925; pasó gran parte de su infancia y adolescencia en Chiapas, lugar que influyó poderosamente en la atmósfera y estilo de sus obras. Estudió Filosofía y Letras en la UNAM, donde se relacionó con Ernesto Cardenal, Dolores Castro, Jaime Sabines y Augusto Monterroso. Estudió también en la Universidad de Madrid con una beca del Instituto de Cultura Hispánica. Fue profesora en diversas universidades mexicanas, así como en la Universidad de Wisconsin, en la Universidad Estatal de Colorado y en la Universidad de Indiana. Escribió durante años en el diario Excélsior, fue promotora del Instituto Chiapaneco de la Cultura y del Instituto Nacional Indigenista, así como secretaria del PEN Club. En 1954 fue becada por la Fundación Rockefeller en el Centro Mexicano de Escritores. Castellanos murió a la temprana edad de 49 años a causa de un desafortunado accidente doméstico.
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