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PACHECO, O LA BELLEZA DE LO VIVO Y VULNERABLE
Julio Ortega
La obra literaria de José Emilio Pacheco está distinguida por su inmediata veracidad. Es una obra que nos hace parte de la nobleza de nombrar, de la benevolencia de crecer, y de la ironía de que el lenguaje sea, a veces, más inteligente que el mundo que refiere.
Compartimos con su poesía, narraciones, ensayos, crónicas y traducciones, la íntima textura de nuestro turno (disputado por los poderes en uso y abuso) en un mundo restado de su significado original (límpido, que debería ser lo opuesto a lo inmundo), y arruinado por las pestes de nuestro tiempo (el racismo, el machismo, lo inmundo). La poesía de Pacheco es de lo poco genuino que nos queda luego del fratricidio político prevalente y de la comercialización creciente de esta vida cada vez menos cotidiana. No en vano el crimen es hoy el lado negro de este mercado.
Si un lector futuro, con nostalgia inverosímil, quisiera saber cómo fueron nuestras vidas de latinoamericanos sobrevivientes, expertos en domesticar la violencia, tendría en la obra de Pacheco la información suficiente para declararnos la especie desaparecida mejor documentada.
En los libros de José Emilio Pacheco el futuro lector comprobará nuestro asombro ante la belleza de lo vivo y vulnerable, que sólo es nuestro con pocas palabras justas; reconocerá además, la memoria de nuestras fundaciones modernas, que se sustituyen con renovada violencia; y descubrirá, en fin, la sensibilidad herida de nuestra mayoría de edad ética. La poesía de Pacheco es una protesta contra la muerte. César Vallejo, que algo sabía de esto, lo resumió bien cuando escribió que hay que “matar a la muerte”. No para ser inmortales (ese aburrimiento) sino para ser mortales plenos, del modo más libre y justo posible.
Los trabajos de esperanza de José Emilio Pacheco tienen la forma, por eso, de un escepticismo alarmado. Sólo alguien que cree demasiado en nosotros puede ser pesimista de lo mucho que puede el hombre contra sí mismo, y optimista de lo mucho que puede a favor de otro hombre.
Tenemos hoy la extraordinaria suerte de poder darle gracias. Primero, por la dignidad que nos debemos en su obra. Segundo, por su magisterio discreto, gratuito y fraterno. Y, tercero, por ser tan pesimista y hasta catastrofista (a veces al terminar un libro de José Emilio uno tiene que mirar por la ventana para asegurarse de que el mundo sigue allí); esto es, por seguir negándose al optimismo banal de quienes confunden su bienestar con el bien.
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